En este mundo en el que vivimos.Lleno de codicia y desesperanza.Los relatos llenos de inocencia y poesía tienen ,al menos para mí, un valor excepcional.Inicio hoy ,con el presente de Jean Giono, una colección de relatos sobre personas que mostraron una curiosa forma de enfrentarse a la desesperanza.Personas que ,muchas de ellas,se aislaron del mundo para poder sobrevivir mejor en él.No siempre son relatos muy edificantes.No siempre tienen mucho sentido ,y no siempre serán comprendidos por el común de los lectores.Ante la adversidad, las soluciones que han tomado en el pasado las personas son muchas.Por un lado unirse a otros y encarar los problemas en comunidad,buscar soluciones,revelarse contra el poder opresivo,instaurar otro poder opresivo… Otra solución es la propia de los anacoretas ,y aquellos que por circunstancias de la vida perdieron progresivamente los vínculos con la gente a la que ,en un tiempo anterior,tenían puesta su confianza ,su ilusión y que la vida les arrebató. En ese caso normalmente se suelen dar dos caminos:O la introspección en medio del mundo ,o el apartamiento para contemplar mejor la obra de Dios.En esos casos el anacoreta puede ser un “religioso” o simplemente alguien que se acerca de forma total a la naturaleza y pasa a “fundirse” con ella.Es el caso del relato que presento hoy,así como otros :”Derzu Uzala”etc,será también un buen ejemplo. Este relato del francés Jean Giono,escrito en torno a 1953 , lo escribió por encargo de la revista ultraconservadora estadounidense “Reader’s Digest”,para cubrir el tema “el hombre más extraordinario que he conocido”,este relato le cubrió de una cierta aureola ecologista,solidaria,y optimista ,que no se corresponde con el resto de la obra del autor.El personaje “escapó” al autor y parece tener vida propia. Para poder realizar su obra el protagonista,el “héroe”, necesita fundamentalmente dos complicidades: la naturaleza y el resto ,que llegando a conocer su actividad,no la molestan y la apoyan,sobre todo,con la propia inactividad.Ese “hacer” de unos y “no hacer ” de otros marca,a mi entender uno de los puntos culminantes del relato. ¡Cuántas veces quisiéramos ,como Eleazar,esa complicidad si no activa al menos pasiva, de los demás! “Si me querei irze”,decía la folclórica. “Si me querei marcharze” ,repetía una y otra vez.Se trata de personajes solitarios que prefieren ,sin duda,estar solos a estar mal acompañados…
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http://fr.wikipedia.org/wiki/L’Homme_qui_plantait_des_arbres
El hombre que plantaba árboles.Un relato de Jean Giono.
Traducción al Español:
Si uno quiere descubrir cualidades realmente excepcionales en el carácter de un ser humano, debe tener el tiempo o la oportunidad de observar su comportamiento durante varios años. Si este comportamiento no es egoísta, si está presidido por una generosidad sin límites, si es tan obvio que no hay afán de recompensa, y además ha dejado una huella visible en la tierra, entonces no cabe equivocación posible. Hace cuarenta años hice un largo viaje a pie a través de montañas completamente desconocidas por los turistas, atravesando la antigua región donde los Alpes franceses penetran en la Provenza. Cuando empecé mi viaje por aquel lugar todo era estéril y sin color, y la única cosa que crecía era la planta conocida como lavanda silvestre. Cuando me aproximaba al punto más elevado de mi viaje, y tras caminar durante tres días, me encontré en medio de una desolación absoluta y acampé cerca de los vestigios de un pueblo abandonado. Me había quedado sin agua el día anterior, y por lo tanto necesitaba encontrar algo de ella. Aquel grupo de casas, aunque arruinadas como un viejo nido de avispas, sugerían que una vez hubo allí un pozo o una fuente. La había, desde luego, pero estaba seca. Las cinco o seis casas sin tejados, comidas por el viento y la lluvia, la pequeña capilla con su campanario desmoronándose, estaban allí, aparentemente como en un pueblo con vida, pero ésta había desaparecido. Era un día de junio precioso, brillante y soleado, pero sobre aquella tierra desguarnecida el viento soplaba, alto en el cielo, con una ferocidad insoportable. Gruñía sobre los cadáveres de las casas como un león interrumpido en su comida… Tenía que cambiar mi campamento. Tras cinco horas de andar, todavía no había hallado agua y no existía señal alguna que me diera esperanzas de encontrarla. En todo el derredor reinaban la misma sequedad, las mismas hierbas toscas. Me pareció vislumbrar en la distancia una pequeña silueta negra vertical, que parecía el tronco de un árbol solitario. De todas formas me dirigí hacia él. Era un pastor. Treinta ovejas estaban sentadas cerca de él sobre la ardiente tierra. Me dio un sorbo de su calabaza-cantimplora, y poco después me llevó a su cabaña en un pliegue del llano. Conseguía el agua -agua excelente- de un pozo natural y profundo encima del cual había construido un primitivo torno. El hombre hablaba poco, como es costumbre de aquellos que viven solos, pero sentí que estaba seguro de sí mismo, y confiado en su seguridad. Para mí esto era sorprendente en ese país estéril. No vivía en una cabaña, sino en una casita hecha de piedra, evidenciadora del trabajo que él le había dedicado para rehacer la ruina que debió encontrar cuando llegó. El tejado era fuerte y sólido. Y el viento, al soplar sobre él, recordaba el sonido de las olas del mar rompiendo en la playa. La casa estaba ordenada, los platos lavados, el suelo barrido, su rifle engrasado, su sopa hirviendo en el fuego. Noté que estaba bien afeitado, que todos sus botones estaban bien cosidos y que su ropa había sido remendada con el meticuloso esmero que oculta los remiendos. Compartimos la sopa, y después, cuando le ofrecí mi petaca de tabaco, me dijo que no fumaba. Su perro, tan silencioso como él, era amigable sin ser servil. Desde el principio se daba por supuesto que yo pasaría la noche allí. El pueblo más cercano estaba a un día y medio de distancia. Además, ya conocía perfectamente el tipo de pueblo de aquella región… Había cuatro o cinco más de ellos bien esparcidos por las faldas de las montañas, entre agrupaciones de robles albares, al final de carreteras polvorientas. Estaban habitadas por carboneros, cuya convivencia no era muy buena. Las familias, que vivían juntas y apretujadas en un clima excesivamente severo, tanto en invierno como en verano, no encontraban solución al incesante conflicto de personalidades. La ambición territorial llegaba a unas proporciones desmesuradas, en el deseo continuo de escapar del ambiente. Los hombres vendían sus carretillas de carbón en el pueblo más importante de la zona y regresaban. Las personalidades más recias se limaban entre la rutina cotidiana. Las mujeres, por su parte, alimentaban sus rencores. Existía rivalidad en todo, desde el precio del carbón al banco de la iglesia. Y encima de todo estaba el viento, también incesante, que crispaba los nervios. Había epidemias de suicidio y casos frecuentes de locura, a menudo homicida. Había transcurrido una parte de la velada cuando el pastor fue a buscar un saquito del que vertió una montañita de bellotas sobre la mesa. Empezó a mirarlas una por una, con gran concentración, separando las buenas de las malas. Yo fumaba en mi pipa. Me ofrecí para ayudarle. Pero me dijo que era su trabajo. Y de hecho, viendo el cuidado que le dedicaba, no insistí. Esa fue toda nuestra conversación. Cuando ya hubo separado una cantidad suficiente de bellotas buenas, las separó de diez en diez, mientras iba quitando las más pequeñas o las que tenían grietas, pues ahora las examinaba más detenidamente. Cuando hubo seleccionado cien bellotas perfectas, descansó y se fue a dormir. Se sentía una gran paz estando con ese hombre, y al día siguiente le pregunté si podía quedarme allí otro día más. Él lo encontró natural, o para ser más preciso, me dio la impresión de que no había nada que pudiera alterarle. Yo no quería quedarme para descansar, sino porque me interesó ese hombre y quería conocerle mejor. Él abrió el redil y llevó su rebaño a pastar. Antes de partir, sumergió su saco de bellotas en un cubo de agua. Me di cuenta de que en lugar de cayado, se llevó una varilla de hierro tan gruesa como mi pulgar y de metro y medio de largo. Andando relajadamente, seguí un camino paralelo al suyo sin que me viera. Su rebaño se quedó en un valle. Él lo dejó a cargo del perro, y vino hacia donde yo me encontraba. Tuve miedo de que me quisiera censurarme por mi indiscreción, pero no se trataba de eso en absoluto: iba en esa dirección y me invitó a ir con él si no tenía nada mejor que hacer. Subimos a la cresta de la montaña, a unos cien metros. Allí empezó a clavar su varilla de hierro en la tierra, haciendo un agujero en el que introducía una bellota para cubrir después el agujero. Estaba plantando un roble. Le pregunté si esa tierra le pertenecía, pero me dijo que no. ¿Sabía de quién era?. No tampoco. Suponía que era propiedad de la comunidad, o tal vez pertenecía a gente desconocida. No le importaba en absoluto saber de quién era. Plantó las bellotas con el máximo esmero. Después de la comida del mediodía reemprendió su siembra. Deduzco que fui bastante insistente en mis preguntas, pues accedió a responderme. Había estado plantado cien árboles al día durante tres años en aquel desierto. Había plantado unos cien mil. De aquellos, sólo veinte mil habían brotado. De éstos esperaba perder la mitad por culpa de los roedores o por los designios imprevisibles de la Providencia. Al final quedarían diez mil robles para crecer donde antes no había crecido nada. Entonces fue cuando empecé a calcular la edad que podría tener ese hombre. Era evidentemente mayor de cincuenta años. Cincuenta y cinco me dijo. Su nombre era Elzeard Bouffier. Había tenido en otro tiempo una granja en el llano, donde tenía organizada su vida. Perdió su único hijo, y luego a su mujer. Se había retirado en soledad, y su ilusión era vivir tranquilamente con sus ovejas y su perro. Opinaba que la tierra estaba muriendo por falta de árboles. Y añadió que como no tenía ninguna obligación importante, había decidido remediar esta situación. Como en esa época, a pesar de mi juventud, yo llevaba una vida solitaria, sabía entender también a los espíritus solitarios. Pero precisamente mi juventud me empujaba a considerar el futuro en relación a mí mismo y a cierta búsqueda de la felicidad. Le dije que en treinta años sus robles serían magníficos. Él me respondió sencillamente que, si Dios le conservaba la vida, en treinta años plantaría tantos más, y que los diez mil de ahora no serían más que una gotita de agua en el mar. Además, ahora estaba estudiando la reproducción de las hayas y tenía un semillero con hayucos creciendo cerca de su casita. Las plantitas, que protegía de las ovejas con una valla, eran preciosas. También estaba considerando plantar abedules en los valles donde había algo de humedad cerca de la superficie de la tierra. Al día siguiente nos separamos. Un año más tarde empezó la Primera Guerra Mundial, en la que yo estuve enrolado durante los siguientes cinco años. Un “soldado de infantería” apenas tenía tiempo de pensar en árboles, y a decir verdad, la cosa en sí hizo poca impresión en mí. La había considerado como una afición, algo parecido a una colección de sellos, y la olvidé. Al terminar la guerra sólo tenía dos cosas: una pequeña indemnización por la desmovilización, y un gran deseo de respirar aire freco durante un tiempo. Y me parece que únicamente con este motivo tomé de nuevo la carretera hacia la “tierra estéril”. El paisaje no había cambiado. Sin embargo, más allá del pueblo abandonado, vislumbré en la distancia un cierto tipo de niebla gris que cubría las cumbres de las montañas como una alfombra. El día anterior había empezado de pronto a recordar al pastor que plantaba árboles. “Diez mil robles -pensaba- ocupan realmente bastante espacio”. Como había visto morir a tantos hombres durante aquellos cinco años, no esperaba hallar a Elzeard Bouffier con vida, especialmente porque a los veinte años uno considera a los hombres de más de cincuenta como personas viejas preparándose para morir… Pero no estaba muerto, sino más bien todo lo contrario: se le veía extremadamente ágil y despejado: había cambiado sus ocupaciones y ahora tenía solamente cuatro ovejas, pero en cambio cien colmenas. Se deshizo de las ovejas porque amenazaban los árboles jóvenes. Me dijo -y vi por mí mismo- que la guerra no le había molestado en absoluto. Había continuado plantando árboles imperturbablemente. Los robles de 1.910 tenían entonces diez años y eran más altos que cualquiera de nosotros dos. Ofrecían un espectáculo impresionante. Me quedé con la boca abierta, y como él tampoco hablaba, pasamos el día en entero silencio por su bosque. Las tres secciones medían once kilómetros de largo y tres de ancho. Al recordar que todo esto había brotado de las manos y del alma de un hombre solo, sin recursos técnicos, uno se daba cuenta de que los humanos pueden ser también efectivos en términos opuestos a los de la destrucción… Había perseverado en su plan, y hayas más altas que mis hombros, extendidas hasta el límite de la vista, lo confirmaban. me enseñó bellos parajes con abedules sembrados hacía cinco años (es decir, en 1.915), cuando yo estaba luchando en Verdún. Los había plantado en todos los valles en los que había intuido -acertadamente- que existía humedad casi en la superficie de la tierra. Eran delicados como chicas jóvenes, y estaban además muy bien establecidos. Parecía también que la naturaleza había efectuado por su cuenta una serie de cambios y reacciones, aunque él no las buscaba, pues tan sólo proseguía con determinación y simplicidad en su trabajo. Cuando volvimos al pueblo, vi agua corriendo en los riachuelos que habían permanecido secos en la memoria de todos los hombres de aquella zona. Este fue el resultado más impresionante de toda la serie de reacciones: los arroyos secos hacía mucho tiempo corrían ahora con un caudal de agua fresca. Algunos de los pueblos lúgubres que menciono anteriormente se edificaron en sitios donde los romanos habían construido sus poblados, cuyos trazos aún permanecían. Y arqueólogos que habían explorado la zona habían encontrado anzuelos donde en el siglo XX se necesitaban cisternas para asegurar un mínimo abastecimiento de agua. El viento también ayudó a esparcir semillas. Y al mismo tiempo que apareció el agua, también lo hicieron sauces, juncos, prados, jardines, flores y una cierta razón de existir. Pero la transformación se había desarrollado tan gradualmente que pudo ser asumida sin causar asombro. Cazadores adentrándose en la espesura en busca de liebres o jabalíes, notaron evidentemente el crecimiento repentino de pequeños árboles, pero lo atribuían a un capricho de la naturaleza. Por eso nadie se entrometió con el trabajo de Elzeard Bouffier. Si él hubiera sido detectado, habría tenido oposición. Pero era indetectable. Ningún habitante de los pueblos, ni nadie de la administración de la provincia, habría imaginado una generosidad tan magnífica y perseverante. Para tener una idea más precisa de este excepcional carácter no hay que olvidar que Elzeald trabajó en una soledad total, tan total que hacía el final de su vida perdió el hábito de hablar, quizá porque no vio la necesidad de éste. En 1.933 recibió la visita de un guardabosques que le notificó una orden prohibiendo encender fuego, por miedo a poner en peligro el crecimiento de este bosque natural. Esta era la primera vez -le dijo el hombre- que había visto crecer un bosque espontáneamente. En ese momento, Bouffier pensaba plantar hayas en un lugar a 12 km. de su casa, y para evitar las ideas y venidas (pues contaba entonces 75 años de edad), planeó construir una cabaña de piedra en la plantación. Y así lo hizo al año siguiente. En 1.935 una delegación del gobierno se desplazó para examinar el “bosque natural”. La componían un alto cargo del Servicio de Bosques, un diputado y varios técnicos. Se estableció un largo diálogo completamente inútil, decidiéndose finalmente que algo se debía hacer… y afortunadamente no se hizo nada, salvo una única cosa que resultó útil: todo el bosque se puso bajo la protección estatal, y la obtención del carbón a partir de los árboles quedó prohibida. De hecho era imposible no dejarse cautivar por la belleza de aquellos jóvenes árboles llenos de energía, que a buen seguro hechizaron al diputado. Un amigo mío se encontraba entre los guardabosques de esa delegación y le expliqué el misterio. Un día de la semana siguiente fuimos a ver a Elzeard Bouffier. Lo encontramos trabajando duro, a unos diez kilómetros de donde había tenido lugar la inspección. El guardabosques sabía valorar las cosas, pues sabía cómo mantenerse en silencio. Yo le entregué a Elzeard los huevos que traía de regalo. Compartimos la comida entre los tres y después pasamos varias horas en contemplación silenciosa del paisaje… En la misma dirección en la que habíamos venido, las laderas estaban cubiertas de árboles de seis a siete metros de altura. Al verlos recordaba aún el aspecto de la tierra en 1.913, un desierto… y ahora, una labor regular y tranquila, el aire de la montaña fresco y vigoroso, equilibrio y, sobre todo, la serenidad de espíritu, habían otorgado a este hombre anciano una salud maravillosa. Me pregunté cuántas hectáreas más de tierra iba a cubrir con árboles. Antes de marcharse, mi amigo hizo una sugerencia breve sobre ciertas especies de árboles para los que el suelo de la zona estaba especialmente preparado. No fue muy insistente; “por la buena razón -me dijo más tarde- de que Bouffier sabe de ello más que yo”. Pero, tras andar un rato y darle vueltas en su mente, añadió: “¡y sabe mucho más que cualquier persona, pues ha descubierto una forma maravillosa de ser feliz!”. Fue gracias a ese hombre que no sólo la zona, sino también la felicidad de Bouffier fue protegida. Delegó tres guardabosques para el trabajo de proteger la foresta, y les conminó a resistir y rehusar las botellas de vino, el soborno de los carboneros. El único peligro serio ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial. Como los coches funcionaban con gasógeno, mediante generadores que quemaban madera, nunca había leña suficiente. La tala de robles empezó en 1.940, pero la zona estaba tan lejos de cualquier estación de tren que no hubo peligro. El pastor no se enteraba de nada. Estaba a treinta kilómetros, plantando tranquilamente, ajeno a la guerra de 1.939 como había ignorado la de 1.914. Vi a Elzeard Bouffier por última vez en junio de 1.945. Tenía entonces ochenta y siete años. Volví a recorrer el camino de la “tierra estéril”; pero ahora en lugar del desorden que la guerra había causado en el país, un autobús regular unía el valle del Durance y la montaña. No reconocí la zona, y lo atribuí a la relativa rapidez del autobús… Hasta que vi el nombre del pueblo no me convencí de que me hallaba realmente en aquella región, donde antes sólo había ruinas y soledad. El autobús me dejó en Vergons. En 1.913 este pueblecito de diez o doce casas tenía tres habitantes, criaturas algo atrasadas que casi se odiaban una a otra, subsistiendo de atrapar animales con trampas, próximas a las condiciones del hombre primitivo. Todos los alrededores estaban llenos de ortigas que serpenteaban por los restos de las casas abandonadas. Su condición era desesperanzadora, y una situación así raramente predispone a la virtud. Todo había cambiado, incluso el aire. En vez de los vientos secos y ásperos que solían soplar, ahora corría una brisa suave y perfumada. Un sonido como de agua venía de la montaña. Era el viento en el bosque; pero más asombro era escuchar el auténtico sonido del agua moviéndose en los arroyos y remansos. Vi que se había construido una fuente que manaba con alegre murmullo, y lo que me sorprendió más fue que alguien había plantado un tilo a su lado, un tilo que debería tener cuatro años, ya en plena floración, como símbolo irrebatible de renacimiento. Además, Vergons era el resultado de ese tipo de trabajo que necesita esperanza, la esperanza que había vuelto. Las ruinas y las murallas ya no estaban, y cinco casas habían sido restauradas. Ahora había veinticinco habitantes. Cuatro de ellos eran jóvenes parejas. Las nuevas casas, recién encaladas, estaban rodeadas por jardines donde crecían vegetales y flores en una ordenada confusión. Repollos y rosas, puerros y margaritas, apios y anémonas hacían al pueblo ideal para vivir. Desde ese sitio seguí a pie. La guerra, al terminar, no había permitido el florecimiento completo de la vida, pero el espíritu de Elzeard permanecía allí. En las laderas bajas vi pequeños campos de cebada y de arroz; y en el fondo del valle verdeaban los prados. Sólo fueron necesarios ocho años desde entonces para que todo el paisaje brillara con salud y prosperidad. Donde antes había ruinas, ahora se encontraban granjas; los viejos riachuelos, alimentados por las lluvias y las nieves que el bosque atrae, fluían de nuevo. Sus aguas alimentaban fuentes y desembocan sobre alfombras de menta fresca. Poco a poco, los pueblecitos se habían revitalizado. Gentes de otros lugares donde la tierra era más cara se habían instalado allí, aportando su juventud y su movilidad. Por las calles uno se topaba con hombres y mujeres vivos, chicos y chicas que empezaban a reír y que habían recuperado el gusto por las excursiones. Si contábamos la población anterior, irreconocible ahora que gozaba de cierta comodidad, más de diez mil personas debían en parte su felicidad a Elzeard Bouffier. Por eso, cuando reflexiono en aquel hombre armado únicamente por sus fuerzas físicas y morales, capaz de hacer surgir del desierto esa tierra de Canaan, me convenzo de que a pesar de todo la humanidad es admirable. Cuando reconstruyo la arrebatadora grandeza de espíritu y la tenacidad y benevolencia necesaria para dar lugar a aquel fruto, me invade un respeto sin límites por aquel hombre anciano y supuestamente analfabeto, un ser que completó una tarea digna de Dios. (Elzeard Bouffier murió pacíficamente en 1.947 en el hospicio de Banon). Jean Giono.
Aquí el texto original:
L’HOMME QUI PLANTAIT DES ARBRES.
Une nouvelle de Jean Giono
Pour que le caractère d’un être humain dévoile des qualités vraiment exceptionnelles, il faut avoir la bonne fortune de pouvoir observer son action pendant de longues années. Si cette action est dépouillée de tout égoïsme, si l’idée qui la dirige est d’une générosité sans exemple, s’il est absolument certain qu’elle n’a cherché de récompense nulle part et qu’au surplus elle ait laissé sur le monde des marques visibles, on est alors, sans risque d’erreurs, devant un caractère inoubliable. Il y a environ une quarantaine d’années, je faisais une longue course à pied, sur des hauteurs absolument inconnues des touristes, dans cette très vieille région des Alpes qui pénètre en Provence. Cette région est délimitée au sud-est et au sud par le cours moyen de la Durance, entre Sisteron et Mirabeau; au nord par le cours supérieur de la Drôme, depuis sa source jusqu’à Die; à l’ouest par les plaines du Comtat Venaissin et les contreforts du Mont-Ventoux. Elle comprend toute la partie nord du département des Basses-Alpes, le sud de la Drôme et une petite enclave du Vaucluse. C’était, au moment où j’entrepris ma longue promenade dans ces déserts, des landes nues et monotones, vers 1200 à 1300 mètres d’altitude. Il n’y poussait que des lavandes sauvages. Je traversais ce pays dans sa plus grande largeur et, après trois jours de marche, je me trouvais dans une désolation sans exemple. Je campais à côté d’un squelette de village abandonné. Je n’avais plus d’eau depuis la veille et il me fallait en trouver. Ces maisons agglomérées, quoique en ruine, comme un vieux nid de guêpes, me firent penser qu’il avait dû y avoir là, dans le temps, une fontaine ou un puits. Il y avait bien une fontaine, mais sèche. Les cinq à six maisons, sans toiture, rongées de vent et de pluie, la petite chapelle au clocher écroulé, étaient rangées comme le sont les maisons et les chapelles dans les villages vivants, mais toute vie avait disparu. C’était un beau jour de juin avec grand soleil, mais sur ces terres sans abri et hautes dans le ciel, le vent soufflait avec une brutalité insupportable. Ses grondements dans les carcasses des maisons étaient ceux d’un fauve dérangé dans son repas. Il me fallut lever le camp. A cinq heures de marche de là, je n’avais toujours pas trouvé d’eau et rien ne pouvait me donner l’espoir d’en trouver. C’était partout la même sécheresse, les mêmes herbes ligneuses. Il me sembla apercevoir dans le lointain une petite silhouette noire, debout. Je la pris pour le tronc d’un arbre solitaire. A tout hasard, je me dirigeai vers elle. C’était un berger. Une trentaine de moutons couchés sur la terre brûlante se reposaient près de lui. Il me fit boire à sa gourde et, un peu plus tard, il me conduisit à sa bergerie, dans une ondulation du plateau. Il tirait son eau – excellente – d’un trou naturel, très profond, au-dessus duquel il avait installé un treuil rudimentaire. Cet homme parlait peu. C’est le fait des solitaires, mais on le sentait sûr de lui et confiant dans cette assurance. C’était insolite dans ce pays dépouillé de tout. Il n’habitait pas une cabane mais une vraie maison en pierre où l’on voyait très bien comment son travail personnel avait rapiécé la ruine qu’il avait trouvé là à son arrivée. Son toit était solide et étanche. Le vent qui le frappait faisait sur les tuiles le bruit de la mer sur les plages. Son ménage était en ordre, sa vaisselle lavée, son parquet balayé, son fusil graissé; sa soupe bouillait sur le feu. Je remarquai alors qu’il était aussi rasé de frais, que tous ses boutons étaient solidement cousus, que ses vêtements étaient reprisés avec le soin minutieux qui rend les reprises invisibles. Il me fit partager sa soupe et, comme après je lui offrais ma blague à tabac, il me dit qu’il ne fumait pas. Son chien, silencieux comme lui, était bienveillant sans bassesse. Il avait été entendu tout de suite que je passerais la nuit là; le village le plus proche était encore à plus d’une journée et demie de marche. Et, au surplus, je connaissais parfaitement le caractère des rares villages de cette région. Il y en a quatre ou cinq dispersés loin les uns des autres sur les flans de ces hauteurs, dans les taillis de chênes blancs à la toute extrémité des routes carrossables. Ils sont habités par des bûcherons qui font du charbon de bois. Ce sont des endroits où l’on vit mal. Les familles serrées les unes contre les autres dans ce climat qui est d’une rudesse excessive, aussi bien l’été que l’hiver, exaspèrent leur égoïsme en vase clos. L’ambition irraisonnée s’y démesure, dans le désir continu de s’échapper de cet endroit. Les hommes vont porter leur charbon à la ville avec leurs camions, puis retournent. Les plus solides qualités craquent sous cette perpétuelle douche écossaise. Les femmes mijotent des rancoeurs. Il y a concurrence sur tout, aussi bien pour la vente du charbon que pour le banc à l’église, pour les vertus qui se combattent entre elles, pour les vices qui se combattent entre eux et pour la mêlée générale des vices et des vertus, sans repos. Par là-dessus, le vent également sans repos irrite les nerfs. Il y a des épidémies de suicides et de nombreux cas de folies, presque toujours meurtrières. Le berger qui ne fumait pas alla chercher un petit sac et déversa sur la table un tas de glands. Il se mit à les examiner l’un après l’autre avec beaucoup d’attention, séparant les bons des mauvais. Je fumais ma pipe. Je me proposai pour l’aider. Il me dit que c’était son affaire. En effet : voyant le soin qu’il mettait à ce travail, je n’insistai pas. Ce fut toute notre conversation. Quand il eut du côté des bons un tas de glands assez gros, il les compta par paquets de dix. Ce faisant, il éliminait encore les petits fruits ou ceux qui étaient légèrement fendillés, car il les examinait de fort près. Quand il eut ainsi devant lui cent glands parfaits, il s’arrêta et nous allâmes nous coucher. La société de cet homme donnait la paix. Je lui demandai le lendemain la permission de me reposer tout le jour chez lui. Il le trouva tout naturel, ou, plus exactement, il me donna l’impression que rien ne pouvait le déranger. Ce repos ne m’était pas absolument obligatoire, mais j’étais intrigué et je voulais en savoir plus. Il fit sortir son troupeau et il le mena à la pâture. Avant de partir, il trempa dans un seau d’eau le petit sac où il avait mis les glands soigneusement choisis et comptés. Je remarquai qu’en guise de bâton, il emportait une tringle de fer grosse comme le pouce et longue d’environ un mètre cinquante. Je fis celui qui se promène en se reposant et je suivis une route parallèle à la sienne. La pâture de ses bêtes était dans un fond de combe. Il laissa le petit troupeau à la garde du chien et il monta vers l’endroit où je me tenais. J’eus peur qu’il vînt pour me reprocher mon indiscrétion mais pas du tout : c’était sa route et il m’invita à l’accompagner si je n’avais rien de mieux à faire. Il allait à deux cents mètres de là, sur la hauteur. Arrivé à l’endroit où il désirait aller, il se mit à planter sa tringle de fer dans la terre. Il faisait ainsi un trou dans lequel il mettait un gland, puis il rebouchait le trou. Il plantait des chênes. Je lui demandai si la terre lui appartenait. Il me répondit que non. Savait-il à qui elle était ? Il ne savait pas. Il supposait que c’était une terre communale, ou peut-être, était-elle propriété de gens qui ne s’en souciaient pas ? Lui ne se souciait pas de connaître les propriétaires. Il planta ainsi cent glands avec un soin extrême. Après le repas de midi, il recommença à trier sa semence. Je mis, je crois, assez d’insistance dans mes questions puisqu’il y répondit. Depuis trois ans il plantait des arbres dans cette solitude. Il en avait planté cent mille. Sur les cent mille, vingt mille était sortis. Sur ces vingt mille, il comptait encore en perdre la moitié, du fait des rongeurs ou de tout ce qu’il y a d’impossible à prévoir dans les desseins de la Providence. Restaient dix mille chênes qui allaient pousser dans cet endroit où il n’y avait rien auparavant. C’est à ce moment là que je me souciai de l’âge de cet homme. Il avait visiblement plus de cinquante ans. Cinquante-cinq, me dit-il. Il s’appelait Elzéard Bouffier. Il avait possédé une ferme dans les plaines. Il y avait réalisé sa vie. Il avait perdu son fils unique, puis sa femme. Il s’était retiré dans la solitude où il prenait plaisir à vivre lentement, avec ses brebis et son chien. Il avait jugé que ce pays mourait par manque d’arbres. Il ajouta que, n’ayant pas d’occupations très importantes, il avait résolu de remédier à cet état de choses. Menant moi-même à ce moment-là, malgré mon jeune âge, une vie solitaire, je savais toucher avec délicatesse aux âmes des solitaires. Cependant, je commis une faute. Mon jeune âge, précisément, me forçait à imaginer l’avenir en fonction de moi-même et d’une certaine recherche du bonheur. Je lui dis que, dans trente ans, ces dix mille chênes seraient magnifiques. Il me répondit très simplement que, si Dieu lui prêtait vie, dans trente ans, il en aurait planté tellement d’autres que ces dix mille seraient comme une goutte d’eau dans la mer. Il étudiait déjà, d’ailleurs, la reproduction des hêtres et il avait près de sa maison une pépinière issue des faînes. Les sujets qu’il avait protégés de ses moutons par une barrière en grillage, étaient de toute beauté. Il pensait également à des bouleaux pour les fonds où, me dit-il, une certaine humidité dormait à quelques mètres de la surface du sol. Nous nous séparâmes le lendemain. L’année d’après, il y eut la guerre de 14 dans laquelle je fus engagé pendant cinq ans. Un soldat d’infanterie ne pouvait guère y réfléchir à des arbres. A dire vrai, la chose même n’avait pas marqué en moi : je l’avais considérée comme un dada, une collection de timbres, et oubliée. Sorti de la guerre, je me trouvais à la tête d’une prime de démobilisation minuscule mais avec le grand désir de respirer un peu d’air pur. C’est sans idée préconçue – sauf celle-là – que je repris le chemin de ces contrées désertes. Le pays n’avait pas changé. Toutefois, au-delà du village mort, j’aperçus dans le lointain une sorte de brouillard gris qui recouvrait les hauteurs comme un tapis. Depuis la veille, je m’étais remis à penser à ce berger planteur d’arbres. « Dix mille chênes, me disais-je, occupent vraiment un très large espace ». J’avais vu mourir trop de monde pendant cinq ans pour ne pas imaginer facilement la mort d’Elzéar Bouffier, d’autant que, lorsqu’on en a vingt, on considère les hommes de cinquante comme des vieillards à qui il ne reste plus qu’à mourir. Il n’était pas mort. Il était même fort vert. Il avait changé de métier. Il ne possédait plus que quatre brebis mais, par contre, une centaine de ruches. Il s’était débarrassé des moutons qui mettaient en péril ses plantations d’arbres. Car, me dit-il (et je le constatais), il ne s’était pas du tout soucié de la guerre. Il avait imperturbablement continué à planter. Les chênes de 1910 avaient alors dix ans et étaient plus hauts que moi et que lui. Le spectacle était impressionnant. J’étais littéralement privé de parole et, comme lui ne parlait pas, nous passâmes tout le jour en silence à nous promener dans sa forêt. Elle avait, en trois tronçons, onze kilomètres de long et trois kilomètres dans sa plus grande largeur. Quand on se souvenait que tout était sorti des mains et de l’âme de cet homme – sans moyens techniques – on comprenait que les hommes pourraient être aussi efficaces que Dieu dans d’autres domaines que la destruction. Il avait suivi son idée, et les hêtres qui m’arrivaient aux épaules, répandus à perte de vue, en témoignaient. Les chênes étaient drus et avaient dépassé l’âge où ils étaient à la merci des rongeurs; quant aux desseins de la Providence elle-même, pour détruire l’oeuvre créée, il lui faudrait avoir désormais recours aux cyclones. Il me montra d’admirables bosquets de bouleaux qui dataient de cinq ans, c’est-à-dire de 1915, de l’époque où je combattais à Verdun. Il leur avait fait occuper tous les fonds où il soupçonnait, avec juste raison, qu’il y avait de l’humidité presque à fleur de terre. Ils étaient tendres comme des adolescents et très décidés. La création avait l’air, d’ailleurs, de s’opérer en chaînes. Il ne s’en souciait pas; il poursuivait obstinément sa tâche, très simple. Mais en redescendant par le village, je vis couler de l’eau dans des ruisseaux qui, de mémoire d’homme, avaient toujours été à sec. C’était la plus formidable opération de réaction qu’il m’ait été donné de voir. Ces ruisseaux secs avaient jadis porté de l’eau, dans des temps très anciens. Certains de ces villages tristes dont j’ai parlé au début de mon récit s’étaient construits sur les emplacements d’anciens villages gallo-romains dont il restait encore des traces, dans lesquelles les archéologues avaient fouillé et ils avaient trouvé des hameçons à des endroits où au vingtième siècle, on était obligé d’avoir recours à des citernes pour avoir un peu d’eau. Le vent aussi dispersait certaines graines. En même temps que l’eau réapparut réapparaissaient les saules, les osiers, les prés, les jardins, les fleurs et une certaine raison de vivre. Mais la transformation s’opérait si lentement qu’elle entrait dans l’habitude sans provoquer d’étonnement. Les chasseurs qui montaient dans les solitudes à la poursuite des lièvres ou des sangliers avaient bien constaté le foisonnement des petits arbres mais ils l’avaient mis sur le compte des malices naturelles de la terre. C’est pourquoi personne ne touchait à l’oeuvre de cet homme. Si on l’avait soupçonné, on l’aurait contrarié. Il était insoupçonnable. Qui aurait pu imaginer, dans les villages et dans les administrations, une telle obstination dans la générosité la plus magnifique ? A partir de 1920, je ne suis jamais resté plus d’un an sans rendre visite à Elzéard Bouffier. Je ne l’ai jamais vu fléchir ni douter. Et pourtant, Dieu sait si Dieu même y pousse ! Je n’ai pas fait le compte de ses déboires. On imagine bien cependant que, pour une réussite semblable, il a fallu vaincre l’adversité; que, pour assurer la victoire d’une telle passion, il a fallu lutter avec le désespoir. Il avait, pendant un an, planté plus de dix mille érables. Ils moururent tous. L’an d’après, il abandonna les érables pour reprendre les hêtres qui réussirent encore mieux que les chênes. Pour avoir une idée à peu près exacte de ce caractère exceptionnel, il ne faut pas oublier qu’il s’exerçait dans une solitude totale; si totale que, vers la fin de sa vie, il avait perdu l’habitude de parler. Ou, peut-être, n’en voyait-il pas la nécessité ? En 1933, il reçut la visite d’un garde forestier éberlué. Ce fonctionnaire lui intima l’ordre de ne pas faire de feu dehors, de peur de mettre en danger la croissance de cette forêt naturelle. C’était la première fois, lui dit cet homme naïf, qu’on voyait une forêt pousser toute seule. A cette époque, il allait planter des hêtres à douze kilomètres de sa maison. Pour s’éviter le trajet d’aller-retour – car il avait alors soixante-quinze ans – il envisageait de construire une cabane de pierre sur les lieux mêmes de ses plantations. Ce qu’il fit l’année d’après. En 1935, une véritable délégation administrative vint examiner la « forêt naturelle ». Il y avait un grand personnage des Eaux et Forêts, un député, des techniciens. On prononça beaucoup de paroles inutiles. On décida de faire quelque chose et, heureusement, on ne fit rien, sinon la seule chose utile : mettre la forêt sous la sauvegarde de l’Etat et interdire qu’on vienne y charbonner. Car il était impossible de n’être pas subjugué par la beauté de ces jeunes arbres en pleine santé. Et elle exerça son pouvoir de séduction sur le député lui-même. J’avais un ami parmi les capitaines forestiers qui était de la délégation. Je lui expliquai le mystère. Un jour de la semaine d’après, nous allâmes tous les deux à la recherche d’Elzéard Bouffier. Nous le trouvâmes en plein travail, à vingt kilomètres de l’endroit où avait eu lieu l’inspection. Ce capitaine forestier n’était pas mon ami pour rien. Il connaissait la valeur des choses. Il sut rester silencieux. J’offris les quelques oeufs que j’avais apportés en présent. Nous partageâmes notre casse-croûte en trois et quelques heures passèrent dans la contemplation muette du paysage. Le côté d’où nous venions était couvert d’arbres de six à sept mètres de haut. Je me souvenais de l’aspect du pays en 1913 : le désert… Le travail paisible et régulier, l’air vif des hauteurs, la frugalité et surtout la sérénité de l’âme avaient donné à ce vieillard une santé presque solennelle. C’était un athlète de Dieu. Je me demandais combien d’hectares il allait encore couvrir d’arbres. Avant de partir, mon ami fit simplement une brève suggestion à propos de certaines essences auxquelles le terrain d’ici paraissait devoir convenir. Il n’insista pas. « Pour la bonne raison, me dit-il après, que ce bonhomme en sait plus que moi. » Au bout d’une heure de marche – l’idée ayant fait son chemin en lui – il ajouta : « Il en sait beaucoup plus que tout le monde. Il a trouvé un fameux moyen d’être heureux ! » C’est grâce à ce capitaine que, non seulement la forêt, mais le bonheur de cet homme furent protégés. Il fit nommer trois gardes-forestiers pour cette protection et il les terrorisa de telle façon qu’ils restèrent insensibles à tous les pots-de-vin que les bûcherons pouvaient proposer. L’oeuvre ne courut un risque grave que pendant la guerre de 1939. Les automobiles marchant alors au gazogène, on n’avait jamais assez de bois. On commença à faire des coupes dans les chênes de 1910, mais ces quartiers sont si loin de tous réseaux routiers que l’entreprise se révéla très mauvaise au point de vue financier. On l’abandonna. Le berger n’avait rien vu. Il était à trente kilomètres de là, continuant paisiblement sa besogne, ignorant la guerre de 39 comme il avait ignoré la guerre de 14. J’ai vu Elzéard Bouffier pour la dernière fois en juin 1945. Il avait alors quatre-vingt-sept ans. J’avais donc repris la route du désert, mais maintenant, malgré le délabrement dans lequel la guerre avait laissé le pays, il y avait un car qui faisait le service entre la vallée de la Durance et la montagne. Je mis sur le compte de ce moyen de transport relativement rapide le fait que je ne reconnaissais plus les lieux de mes dernières promenades. Il me semblait aussi que l’itinéraire me faisait passer par des endroits nouveaux. J’eus besoin d’un nom de village pour conclure que j’étais bien cependant dans cette région jadis en ruine et désolée. Le car me débarqua à Vergons. En 1913, ce hameau de dix à douze maisons avait trois habitants. Ils étaient sauvages, se détestaient, vivaient de chasse au piège : à peu près dans l’état physique et moral des hommes de la préhistoire. Les orties dévoraient autour d’eux les maisons abandonnées. Leur condition était sans espoir. Il ne s’agissait pour eux que d’attendre la mort : situation qui ne prédispose guère aux vertus. Tout était changé. L’air lui-même. Au lieu des bourrasques sèches et brutales qui m’accueillaient jadis, soufflait une brise souple chargée d’odeurs. Un bruit semblable à celui de l’eau venait des hauteurs : c’était celui du vent dans les forêts. Enfin, chose plus étonnante, j’entendis le vrai bruit de l’eau coulant dans un bassin. Je vis qu’on avait fait une fontaine, qu’elle était abondante et, ce qui me toucha le plus, on avait planté près d’elle un tilleul qui pouvait déjà avoir dans les quatre ans, déjà gras, symbole incontestable d’une résurrection. Par ailleurs, Vergons portait les traces d’un travail pour l’entreprise duquel l’espoir était nécessaire. L’espoir était donc revenu. On avait déblayé les ruines, abattu les pans de murs délabrés et reconstruit cinq maisons. Le hameau comptait désormais vingt-huit habitants dont quatre jeunes ménages. Les maisons neuves, crépies de frais, étaient entourées de jardinpara revelars potagers où poussaient, mélangés mais alignés, les légumes et les fleurs, les choux et les rosiers, les poireaux et les gueules-de-loup, les céleris et les anémones. C’était désormais un endroit où l’on avait envie d’habiter. A partir de là, je fis mon chemin à pied. La guerre dont nous sortions à peine n’avait pas permis l’épanouissement complet de la vie, mais Lazare était hors du tombeau. Sur les flans abaissés de la montagne, je voyais de petits champs d’orge et de seigle en herbe; au fond des étroites vallées, quelques prairies verdissaient. Il n’a fallu que les huit ans qui nous séparent de cette époque pour que tout le pays resplendisse de santé et d’aisance. Sur l’emplacement des ruines que j’avais vues en 1913, s’élèvent maintenant des fermes propres, bien crépies, qui dénotent une vie heureuse et confortable. Les vieilles sources, alimentées par les pluies et les neiges que retiennent les forêts, se sont remises à couler. On en a canalisé les eaux. A côté de chaque ferme, dans des bosquets d’érables, les bassins des fontaines débordent sur des tapis de menthes fraîches. Les villages se sont reconstruits peu à peu. Une population venue des plaines où la terre se vend cher s’est fixée dans le pays, y apportant de la jeunesse, du mouvement, de l’esprit d’aventure. On rencontre dans les chemins des hommes et des femmes bien nourris, des garçons et des filles qui savent rire et ont repris goût aux fêtes campagnardes. Si on compte l’ancienne population, méconnaissable depuis qu’elle vit avec douceur et les nouveaux venus, plus de dix mille personnes doivent leur bonheur à Elzéard Bouffier. Quand je réfléchis qu’un homme seul, réduit à ses simples ressources physiques et morales, a suffi pour faire surgir du désert ce pays de Canaan, je trouve que, malgré tout, la condition humaine est admirable. Mais, quand je fais le compte de tout ce qu’il a fallu de constance dans la grandeur d’âme et d’acharnement dans la générosité pour obtenir ce résultat, je suis pris d’un immense respect pour ce vieux paysan sans culture qui a su mener à bien cette oeuvre digne de Dieu. Elzéard Bouffier est mort paisiblement en 1947 à l’hospice de Banon.
http://dotsub.com/view/2d7b8a37-4f64-4241-8019-642e965d124f
La novela de Jean Giono que fue escrita alrededor de 1953, es poco conocida en Francia. El texto se pudo recuperar gracias a que contrariamente a lo que sucede en Francia, la historia ha sido ampliamente difundida en el mundo entero y ha sido traducida a trece idiomas. Lo que ha contribuido también a que se hallan hecho numerosas preguntas alrededor de la personalidad de Eleazar Bouffier y sobre de los bosques de Vergins. Si bien es cierto que el hombre que plantó los encinos es un simple producto de la imaginación del autor; es importante aclarar que efectivamente en ésta región se ha realizado un enorme esfuerzo de reforestación, sobretodo a partir de 1880. Cien mil hectáreas han sido reforestadas antes de la Primera Guerra Mundial, utilizando predominantemente pino negro de Austria y malezas de Europa. Estos bosques son actualmente bellísimos y han efectivamente transformado el paisaje y el régimen de las aguas de esta región. He aquí el texto de la carta que Giono escribió al director del Departamento de Aguas y Bosques, el señor Valderyon, en 1957 haciendo referencia a esta novela.
Querido Señor:
Siento mucho decepcionarlo, pero Eleazar Bouffier es un personaje inventado. El objetivo de esta historia es el de hacer amar a los árboles, o con mayor precisión: hacer amar plantar árboles (lo que después de todo, es una de mis ideas más preciadas). O, si se considera por el resultado; el objetivo es obtener el mismo resultado de nuestro personaje imaginario. El texto que usted ha leído en «Trees and life» ha sido traducido al Danés, Finés, Sueco, Noruego, Inglés, Alemán, Ruso, Checoslovaco, Húngaro, Español, Italiano, Yddish y Polaco. Cedo mis derechos gratuitamente a todas las reproducciones. Un americano me ha buscado recientemente para solicitarme la autorización para hacer un tiraje de 100 000 ejemplares del texto que van a ser repartidas gratuitamente en América (algo que tengo bien entendido y aceptado). La Universidad de Zagreb ha hecho una traducción al Yugoslavo. Este es uno de los textos que he escrito de los que me siento más orgulloso, porque cumple con la función para la que fue escrito. Dicho sea de paso, estahistoria no me aporta ningún céntimo.
Si a usted le es posible, me encantaría que pudiéramos reunirnos para hablar precisamente de la utilización práctica de este texto. Yo considero que es ya el tiempo de que hagamos una política favorable al árbol, a pesar de que la palabra política parezca bastante mal adaptada.
Muy cordialmente,
Jean Giono
http://huertatelo.blogspot.com/2009/05/el-hombre-que-plantaba-arboles.html